El año pasado al cumplir 17, mis viejos me regalaron Papeles Inesperados de Julio Cortázar. Creo que todos los que se encontraban a mi alrededor desde 2006 conocen bien el boom que me hizo en la cabeza el hecho de poder releer sus cuentos, muchos de los que había empezado cuando tenía ocho años. No entendía bien a esa edad toda la carga y la emoción que tenían esos cuentos, siendo yo incapaz de leer entre lineas. Desde entonces, el viejo (como le decimos a veces jodiendo con unos amigos) siempre estuvo presente en todo lo que pasé, que ahora que miro para atrás, fueron las cosas que me marcaron para siempre. Los primeros desamores, ese gustito a incomprensión que tenía todo, el conocer a los amigos que finalmente serían de verdad, el nada-me-importa. De forma medio rara, el viejo siempre estaba ahí, incluso cuando los libros juntaban polvo e iba leyendo cosas muy diferentes al género fantástico. Iba a una librería y encontraba algún libro suyo que me quedó sin leer, iba caminando y alguien llevaba una remera con su foto, conocía personas que estaban tan locas como yo por él y ¡zas! volvía a aparecer en mi vida.
Una de las cosas que me inculcó Rayuela y sus libros de cuentos fue el hábito de abrir un libro en una página cualquiera y ponerme a leer. Casi siempre, mágicamente, podías relacionar eso que estabas leyendo con algo que te andaba pasando. Era como si de alguna forma rara, el viejo estuviera constantemente presente. No me preguntes cómo. El año pasado, cuando casi que me había vuelto a olvidar de él por ese mes, volvió y de una forma muy particular: un libro de cuentos y poemas inédito, completamente nuevo.
Papeles Inesperados fue uno de los regalos de cumpleaños más lindos que tuve. El cuento
Ciao Verona, las cosas que escribió a modo de diario y el siguiente texto me encantaron.
Se los dejo:
Ventanas a lo insólito
Se tiende a pensar la fotografía como un documento o como una composición artística; ambas finalidades se confunden a veces en una sola: el documento es bello, o su valor estético contiene un valor histórico o cultural. Entre esa doble propuesta o intención se desliza algunas veces lo insólito como el gato que salta a un escenario en plena representación, o como aquel gorrioncito que una vez, cuando yo era joven, voló un rato sobre la cabeza de Yehudi Menuhin que tocaba Mozart en un teatro de Buenos Aires. (Después de todo no era tan insólito; Mozart es la prueba perfecta de que el hombre puede hacer alianza con el pájaro.)
Hay la búsqueda deliberada de lo excepcional, y hay eso que aparece inesperadamente y que sólo se revela cuando la foto ha sido revelada. Sus maneras de darse no tienen importancia, si una irrupción no buscada acaso es bella y la más intensa, también es bueno que el fotógrafo pararrayos salga a la calle con la esperanza de encontrarla; toda provocación de fuerzas no legislables alcanza alguna vez su recompensa, aunque ésta pueda darse como sorpresa e incluso como pavor.
Dime cómo fotografías y te diré quién eres. Hay gente que a lo largo de la vida sólo colecciona imágenes previsibles (son en general los que hacen bostezar a sus amigos con interminables proyecciones de diapositivas), pero otros atrapan lo inatrapable a sabiendas o por lo que después la gente llamará casualidad. Algo sabía de eso Brancusi el día que un pintor desconocido, rumano como él, llegó a su taller en busca de lecciones. Antes de aceptar, el maestro le puso en las manos una vieja Kodak y le pidió que tomara fotos de París y que se las trajera. Asombrado por esa conducta zen avant la lettre, el joven tomó las fotos que se le ocurrieron, y Brancusi las aprobó como si le bastara para saber que ese muchacho era ya, también avant la la lettre, Víctor Brauner. Lo que no sabían ni el uno ni el otro era que una de las fachadas callejeras incluía la fachada de un hotel donde años después, en una noche demasiado llena de alcohol, un vaso arrojado por el escultor Dominguez le arrancaría un ojo a Brauner. Allí lo insólito jugó un billar complejo, y se deslizó en una imagen que sólo parecía tener finalidades estéticas, adelantándose al presente y fijando (un visor, y detrás de él
un ojo) ese destino no sospechado.
Desde que empecé a tomar fotos en mi lejana juventud de pampas argentinas, el sentimiento de lo fantástico me esperó en ese momento maravilloso en que el papel sensible, flotando en la cubeta, repite en pequeño el misterio de toda creación, de todo nacimiento. Los negativos pueden ser leídos por los profesionales, pero sólo la imagen positiva contiene la respuesta a esas preguntas que son las fotos cuando el que las toma interroga a su manera la realidad exterior. No estaba en mí el don de atrapar lo insólito con una cámara, pues aparte de algunas sorpresas menores mis fotos fueron siempre la réplica amable a lo que había buscado en el momento de tomarlas. Por eso, y por estar condenado a la escritura, me desquité en ella de la decepción de mis fotos, y un día escribí "Las babas del diablo" sin sospechar que lo insólito me esperaba más allá del relato para devolverme a la dimensión de la fotografía el año en que Michelangelo Antonioni convirtió mis palabras en las imágenes de
Blow Up. También aquí lo insólito lanzó su lento bumerang: mi esperanza y mi nostalgia de fotógrafo sin dominio sobre las fuerzas extrañas que suelen manifestarse en las instantáneas, despertó en un cineasta el deseo de mostrar cómo una foto en la que se desliza lo inesperado puede incidir sobre el destino de quien la toma sin sospechar lo que allí se agazapa. En este caso lo excepcional no repercutió en la realidad exterior; incapaz de captarlo a través de la fotografía, me fue dada la admirable recompensa de que alguien como Antonioni conviertiera mi escritura en imágenes, y que el bumerang volviera a mi mano después de un lento, imprevisible vuelo de veinte años.
No me atraen demasiado las fotos en las que el elemento insólito se muestra por obra de la composición, del contraste de heterogeneidades, del artificio en último término. Si lo insólito sorprende, también él tiene que ser sorprendido por quien lo fija en una instantánea. La regla del juego es la espontaneidad , y por eso las fotos que más admiro son técnicamente malas, ya que no hay tiempo que perder cuando lo extraño asoma en un cruce de calles, en un juego de nubes o en una puerta entornada. Lo insólito no se inventa, a lo sumo se favorece, y en ese plano la fotografía no se diferencia en nada de la literatura y del amor, zonas de elección de lo excepcional y lo privilegiado.
Como en la vida, lo insólito puede darse sin nada que lo destaque violentamente de lo habitual. Sabemos de esos momentos en que algo nos descoloca o se descoloca, ya sea el tradicional sentimiento
deja vù o ese instantáneo deslizarse que se opera por fuera o por dentro de nosotros y que de alguna manera nos pone en el clima de una foto movida, allí donde una mano sale levemente de sí misma para acariciar una zona donde a su vez un vaso resbala como una bailarina para ocupar otra región del aire. Hay así fotos en las que nada es de por sí insólito: fotos de cumpleaños, de manifestaciones callejeras, de combates de box, de campos de batalla, de ceremonias universitarias. Uno las mira con esa indiferencia a la que nos han acostumbrado los
mass media: una foto más después de tantas otras, recurrencia cotidiana de periódicos y revistas. De golpe, ahí donde Jacques Marchais estrecha la mano de un campesino normando en un mercado callejero, ahí donde un banquero de Wall Street celebra sus bodas de plata en un salón de inenarrable estupidez decorativa, el ojo del que sabe ver (¿pero quién sabe nada en este terreno de instantáneos cortes en el continuo del tiempo y espacio?) percibe la mirada horriblemente codiciosa que un camarero perdido en el fondo de la sala dirige a una señora afligida por un sombrero de plumas, o más allá de una puerta distingue temblorosamente algo que podría ser el velo de una novia en el austero tribunal que está juzgando a un ladrón de caballos. He visto fotos así a lo largo de toda mi vida, del mismo modo que siendo niño descubrí rincones misteriosamente reveladores en los grabados que ilustraban a Julio Verne o a Héctor Malot: rincon de la maravilla, mínima linea de fuga que convertía una escena trivial en un lugar privilegiado de encuentro, encrucijada donde esperaban otras formas, otros destinos, otras razones de vida y de muerte.
Quizá, finalmente, la fotografía dé razón a quienes creyero en el siglo pasado que los ojos de los asesinados conservan la imágen última del que avanza con el puñal en alto. No sé si me equivoco, creo que en uno de los episodios de Rocambole hay alguien que fotografía los ojos de un muerto y rescata la imagen que delatará al culpable, en todo caso lo recuerdo como uno de mis muchos pavores de infancia. Por eso, quizás, sigo entrando en cualquier foto como si fuera a darme una respuesta o una clave fuera del tiempo; ese novio sonriente al pie del altar ¿no será ya el asesino de la mujer que lo contempla enamorada? De alguna manera, la exploración de cualquier fotografía es infinita puesto que admite, como todas las cosas, múltiples lecturas, y lo insólito se sitúa en la más prosaica y la más inocente. Estamos en una no man's land cuya combinatoria no conoce límites, como no sea la imaginación de quien entra en el territorio de ese espejo de papel orientado hacia otra cosa; la sola diferencia entre ver y mirar, entre hojear y detenerse es la que media entre vivir aceptando y vivir cuestionando. Toda fotografía es un reto, una apertura, un quizá; lo insólito espera a ese visitante que sabe servirse de las llaves, que no acepta lo que se propone y que prefiere, como la mujer de Barba Azul, abrir las puertas prohibidas por la costumbre y la indiferencia.
Todo fotógrafo convencional confía en que sus instantáneas reflejarán lo más fielmente posible la escena escogida, su luz y sus personajes y su fondo. A mi me ha ocurrido desear desde siempre lo contrario, que bruscamente la realidad se vea desmedida o enriquecida por la foto, que se deslice en ella el elemento insólito que cambiará una cena de aniversario en una confesión colectiva de odios y envidias o, todavía más delirantemente, en un accidente ferroviario o en un concilio papal. Después de todo ¿quién puede estar seguro de la fidelidad de las imágenes sobre papel? Basta mirarlas de cerca para sentir que allí hay algo más o algo menos que desplaza los centros usuales de gravedad, así como en las fotos de grupos escolares donde se trata de mostrar
a posteriori la presencia ilustre de Rómulo Gallegos o de Alain Fournier, es fatal que otros rostros se impongan con más fuerza y que el único recurso sea indicar con una cruz al menos presente, al menos interesante del grupo.
Las cámaras polaroid multiplican el vértigo de quien presiente la irrupción de lo insólito en la imagen esperada. Nada más alucinante que ver nacer los colores, las formas, avanzar desde el fondo del papel una silueta, un caballo, una bicicleta o un cura párroco que lentamente se concretan, se concentran en sí mismos, parecen luchar por definirse y copiar lo que son fuera de la cámara.
Todo el mundo acepta el resultado, y pocos son los que perciben que el modelo no es exactamente el mismo, que el aura de la foto muestra otras cosas, descubre otras relaciones humanas, tiende puentes que sólo la imaginación alcanza a franquear. En un cuento mío (ya se sabe que no soy fotógrafo) alguien que ha tomado instantáneas de cuadros
naifs pintados por campesinos de Nicaragua, descubre al proyectar las diapositivas en París que el resultado es otro, que las imágenes reflejan en sus formas más horribles y más extremas la realidad cotidiana del drama latinoamericano, la persecución y la tortura y la muerte que han sentado ahí sus cuarteles de sangre.
Como se ve, mi sentimiento de lo insólito en la fotografía no es demasiado verificable. ¿Pero no es precisamente eso el signo de lo insólito?
(1978)
Julio Cortázar
Papeles inesperados.